jueves, 10 de noviembre de 2011

Capítulo 48. Las termas del Rey


A medida que pasaba el tiempo e iba catando con mayor profusión la buena vida, el Rey se volvía más sibarita. Ya no era cosa del uso de carroza oficial, tonalidades en el barniz de una puerta, las dimensiones de un salón del trono, las salas excelentes en los aeropuertos,… Uno de los penúltimos caprichos del Rey fue la construcción de unas Termas Reales. Si los grandes Emperadores Romanos tenían y disfrutaban de Termas, ¿acaso él, prócer de la Excelencia, iba a ser menos? Haciendo uso de su poder infinito y una muestra más de extravagancia, decidió celebrar algunos de los Consejos de Ministros en las Termas, al igual que hacían los Césares con sus personas de confianza.

Al llegar a las Termas, Dániel no podía más que sentir serenidad y paz de espíritu. Para ello no tenía más que descender de la columna y pasear a través de los parterres de Flores de Lemus que tanto sosiego le producían.  Al entrar hacia el vestuario real pasó delante de la gran imagen que de su figura había a la entrada. ”Tengo que decirle a Chorches que este retrato es demasiado pequeño y no me hace justicia”, se dijo a sí mismo. Allí empezó a pensar en la posibilidad de ordenar que se fabricaran algunos bustos de su efigie en mármol blanco para situar en las entradas de los principales edificios.

Una vez que se vestía con la ropa de baño especial para las termas (que constaba de un pequeño subligaculum marcapaquetum con una subucula con pespuntes dorados) se aparecía en la Palestra donde le esperaban sus ministros. Ellos con una indumentaria parecida que a algunos poco favorecía, ellas con un strophium que en algunos casos amenazaban desbordamientos poco predecibles y en otros, con una tensión en el apriete que provocaba cortes de circulación que amorataban parte del torso.

La primera parte del consejo de ministros transcurría en el Caldarium, donde Dániel iba circulando por los distintos chorros a presión al tiempo que dirigía la reunión. No era difícil mantener la misma atención que en el salón del trono, por lo que no era inusual que algunos ministros y ministras se relajaran o que derivaran a actividades más lúdicas. Dániel no gustaba de esas distracciones, y bien porque él mismo se apercibía, o bien gracias a las delaciones de Walthari que no soportaba la ligereza de algunas de sus compañeras, cortaba en seco el jocoso chapoteo de algún o alguna ministra. Entonces,  los que infringían el sacrosanto silencio de las Termas, eran enviados al Frigidarium por un periodo no inferior al necesario para repetir mil letanías en loor de Hirsch y al menos 10 veces la oración de Dániel. En ocasiones Dániel olvidaba el castigo y en una ocasión se encontraron allí a Murete varias horas despué, en estado de semicongelación,  teniendo que someterle a un proceso de reanimación. Chorches y Pilastra también acababan con frecuencia en el Frigidarium.

Para acabar se metían todos en el Laconicum. Allí, aprovechando que el vapor no dejaba ver las caras, algunos aprovechaban para echar un sueñecito sin que Dániel o Whaltari se dieran cuenta, mientras que otros, con un índice de masa corporal superior a lo recomendable, lo pasaban relativamente mal. Estos últimos no veían el momento de que la pesadilla acabara.

Después del Laconicum, Dániel gustaba de darse algunas abluciones de hielo picado y agua fría y caliente alternada. Por supuesto que todos pasaban detrás imitando la parafernalia del líder inmarcesible.
Finalmente Dániel se retiraba hacia los vestuarios reales pasando por dos filas de ministros que inclinaban ligeramente la cabeza a su paso.  “Qué nos quedará por ver o hacer para satisfacer los caprichos reales” pensó para sí mismo Despuntado.

(CONTINUARÁ)